lunes, 13 de julio de 2009

LUIS ARMENTA MALPICA/EBRIEDAD DE DIOS

9

Estuvimos a un grito de la muerte
mordiéndonos la piel, lamiendo nuestras almas
vociferando a golpes las caricias, el deseo, no más
incontenible, de encontrar en el tacto nuestras huellas.

Y de nuevo la sed, el hambre de tu boca
el asfalto mil veces recorrido de tus hombros
ese pueblo fantasma bajo el pecho, aquella mata oscura
donde el bosque, de pinos y eucaliptos, forma un claro.

He de nombrar el claro para que adquiera luz ante mi vista:
adormecida y larga, animal en desahucio
qué vi que ya no conociera o nunca fuera mío.

Cómo ver al amante, si en sus ojos
hay un deseo inmediato de beberse
hundirse en el licor de una hemorragia
perfumar sus gargantas de promesas y después
si al reventar de oscura la noche lo permite
dormir la una en el otro
satisfechos.

He de nombrar ese árbol en que construí mi casa:
esplendecía sus flores completamente abiertas.
El olor a eucalipto, su esperma al rojo sangre, era de tal resina
que mojaba las hojas y los nudos
descubriendo a los pájaros
el silo pantanoso.
Debajo, las raíces.
Anudadas, mis manos
extrajeron del barro tres semillas
para decir al hombre y enmudecer mis plumas.

Para nombrar al árbol
debíamos de tener madera de poetas.

Pero mi madre nada más sabía cuentos:
el de Caperucita o el de los tres cerditos.

Entonces vino el lobo
y comenzó a soplar sobre mi casa.

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